Metido de cabeza en esto que llamamos el estudio de la comunicación, una constatación recurrente es que nuestra comunicación anda patas arriba; con perdón de las academias. O que lo digan dos de nuestros conciudadanos, uno graduado de conductor del servicio público y otro al que presumí de maestro de construcción quien, al subir a la buseta por la puerta trasera, y encontrarse de frente con un avisito que daba a entender que si ese era el caso, podía no pagar el pasaje y tomar asiento como cualquier otro parroquiano, lo que hizo al pie de la letra. Todo parecía ajustado a cualquier sociedad que se precie de civilizada, pero el desencanto vino al momento. El chofer, visto que aquel entró como Pedro por su casa y se acomodó tan bonitamente, soltó lo mejor de su repertorio para increpar al otro, y ahí fue Troya. No viene al caso narrar el pujilato que siguió, y sí en cambio, denunciar el falso lenguaje que utilizamos para entendernos, o para tratar, al menos, todo por el acomodamiento de chistes sin sentido, de comentarios maliciosos, de intenciones morbosas, y de la banalidad que impera en nuestras más elementales necesidades de comunicación. Cierto, no existe un servicio de transporte gratis aquí ni en ninguna parte, aun cuando uno se encuentre con esas tontas invitaciones a que no lo pague. Por lo demás, lo que uno sí espera, es que donde se pueda leer 'Salida de Emergencia', no sea un mal chiste.