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Esta playa posee mi propia luna, / cada ola es mi vida y cada tarde / cobijo de mi piel y mi fortuna. / Y así ha de ser, sin que haga de ello alarde, / porque es para el bebé siempre la cuna / y para el hombre entero el mar que arde.
Lo dijo así el poeta. La isla es un espacio cerrado que, sin embargo, se expande desde la orilla, pues el mar tiene un lado luminoso, camino que apetece recorrer, aunque también es símbolo de la pérdida. Luis Natera fue el poeta del mar, de la reflexión del mar. "El naufragio es la base de mi última poesía, pero no un naufragio meramente físico, sino un naufragio del espíritu, del hombre que pasa por la Vida y que aspira a llegar a puerto como el barco, tocar una isla, o por lo menos sobrevivir", dijo cuando se presentó Náufrago, muerto, el libro que publicó con Adolfo García.
Como si presintiera su despedida, nos fue dejando un testamento literario. Esta es la impresión que saco de Canario cántico : un homenaje al sentimiento insular, al lirismo contenido en el paisaje, una mirada melancólica sobre lugares y emociones, sobre "los inasibles hilos" de su proyecto de epitafio.
Natera, hombre de voz honda, nos dejó de pronto una madrugada, una muerte dulce, una muerte callada.
Con su voz honda de recitador fue poeta de los microcosmos insulares, de las maguas sutiles. Las esposa, los hijos, la idea de Dios son algunos de sus ejes. La muerte como naufragio definitivo a través de una poesía intimista, clásica y ensimismada. El mar como regazo alegre –su playa de Salinetas– y como sepultura.
(En el homenaje a Luis Natera. Acto del SILA, salón de Humanidades, Obelisco, 19-9-2013)