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Al cierre de esta segunda legislatura del 2011, los últimos debates sobre la reforma a la justicia arrojan un balance de cuasi-hundimiento, con una sensación de pugna abierta entre el Congreso y la Corte Suprema (CS), entre el Ejecutivo y el Consejo Superior de la Judicatura (CSJ) y una Corte Constitucional (CC) a la cual le ha quedado difícil liderar (lo que debería) la instauración de una "última instancia" y la improcedencia de tutelas contra fallos judiciales (pues para eso existen las instancias superiores que revisan los fallos). Entretanto, pocos avances se han hecho en lo que debería ser la parte más sustantiva de dicha reforma: mecanismos institucionales y de gerencia para enfrentar el grave atraso en la aplicación de la justicia. ¿Cómo vamos a enfrentar el cúmulo de 2.4 millones de procesos atrasados y cómo vamos a evitar que éstos impidan que los nuevos procesos también caigan de nuevo en ese "hoyo negro"?
Como es sabido, en agosto del 2011 se radicaron dos proyectos de reforma a la justicia; uno por iniciativa del Gobierno y otro (muy distinto) por parte del Concejo de Estado (CE). Después vendría una tercera versión de reforma por cuenta de la "creatividad" de los ponentes, donde se llegaba al absurdo de elevar a rango constitucional el presupuesto de la justicia (¿Y por qué no el de la defensa, la salud o el de la educación?) y, además, en no menos del 2.5% del presupuesto (excluyendo los recursos de la Fiscalía), lo cual prácticamente implicaba duplicar las asignaciones a un sector que ha dado muestras de no tener gerencia eficiente, ni norte claro.
A este respecto cabe repicar sobre algunas recomendaciones:
1. Descongestión y presupuesto. A la altura del tercer debate, todavía se conservaba el artículo que habilita a abogados y notarios en funciones de descongestión. Sin embargo, miembros de la Rama adujeron que esto constituía una "privatización de la justicia", desconociendo el progreso que ello ha representado en la Florida y California (EE.UU).
2. Tema presupuestal. Ahora el proyecto contempla recursos equivalentes al 2% del presupuesto, pero incrementándolos anualmente con la inflación, donde la Rama actualmente recibe 1.4% del presupuesto nacional. Pero a estos recursos, con buen criterio, se le están adicionando recursos extraordinarios de $1 billón/año durante los próximos 5 años para impulsar políticas de descongestión judicial. Esto sólo tiene sentido si se asegura la modernización del sistema informativo de forma sostenida y se asignan tareas claras de descongestión temporal.
Es clave tener en mente la mala experiencia que se ha tenido con las "rentas de destinación específica", tanto local como internacionalmente. Por ejemplo, el Banco Mundial (2011, Improving the Performance of Justice Institutions) argumentaba que dichas destinaciones específicas: 1) no incrementan la productividad judicial; 2) no tienen en cuenta el ciclo de oferta/demanda por justicia; y 3) añaden inflexibilidad al presupuesto nacional.
Además, a la reforma se le han añadido tópicos que han desdibujado su cometido inicial de ganar en eficiencia, tales como el tema del poder nominativo de las Cortes, doble instancia para congresistas, juzgamiento de aforados, silla vacía y tribunales militares.
En síntesis, el gobierno debe hacer valer sus mayorías para regresar a la idea original de una propuesta que se destacaba por buscar mayor eficiencia para la Rama, con mayor gestión y logrando corresponsabilidad de la Rama para con el país. Esto no se logrará bajo la premisa de entregar primero dineros adicionales y después preguntarse la forma de gastarlos. Ya está claro el diagnóstico de que el atraso en la justicia es una perversa mezcla de mala gerencia, precario manejo de la información y entorpecimiento de ella por cuenta de la "tutelitis", luego ahora se debe adoptar un tratamiento de choque gerencial y de modernización de su aparato para poder superar este lastre histórico que todavía hoy exhibe la justicia, después de 20 años de expedida la Constitución de 1991.