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Las larguísimas colas de estos días en las oficinas de correos españolas son la muestra, seguramente, del temor de muchos ciudadanos a que alguien conozca el partido que apoya: el voto por correo garantiza el secreto.
Cuando se acude a un colegio electoral casi siempre se ven merodeadores cercanos a las mesas con las papeletas de los distintos partidos que observan qué elige cada votante.
Aparentan ser otros electores, y quizás lo sean, pero muchas personas se sienten vigiladas, sobre todo si conocen a esos merodeadores, que son vecinos militantes de algún partido, generalmente extremista de izquierdea o nacionalista.
En otros países democráticos se instalan suficientes cabinas cerradas para que votar sea un acto personal íntimo y sin testigos.
Pero en España colocan pocas, generalmente están destartaladas, y se les concede tan poca importancia que en sus celdillas no caben las largas tiras con los candidatos de cada bandería.
Recordemos días atrás Alsasua o Rentería en el País Vasco, o Vic en Cataluña, donde se persiguió públicamente a los dirigentes de Ciudadanos o del PP que trataron de hacer campaña presentándose allí.
Hay que ser muy valiente para mostrar ante esos separatistas o ultraizquierdistas que se es votante de esos partidos "fachas", todos los que no son ellos, y mucho más valiente aún quien sea de Vox: el alcalde procubano-palestino Sánchez Gordillo de Marinaleda quería expulsar del pueblo a los 44 votantes de ese partido.
Mientras los votantes separatistas, agresivos o no, alardean mostrando sus papeletas, los constitucionalistas temen votar: "¿Me habrán visto elegir la papeleta políticamente incorrecta?"
En países de mayor tradición democrática como EE.UU., donde hay libertad de voto y de elección, las cabinas son sagradas; en España hay libertad de voto, pero no libertad total de elección.
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